Thursday, June 26, 2008

Capiz mentioned in A Spanish Book: El Mar esta lleno de sirenas (The sea is full of mermaids)

Am just to tired to translate this whole thing now but the introduction says that it is a Filipino legend that advises us, the way many other popular accounts do, that not everything is as they seem.  Three sailors accosted by three vampire women (asuangs in Capiz) find out that indeed, things aren't what they seem . . .

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"Esta leyenda filipina advierte, como muchos relatos populares, que no todo es lo que parece. Así lo comprueban tres marinos aterrorizados por la presencia de tres mujeres vampiro. Sólo el capitán, sabio y casi ciego, encontrará el modo de salvar a sus hombres"

Esta leyenda filipina advierte, como muchos relatos populares, que no todo es lo que parece. Así lo comprueban tres marinos aterrorizados por la presencia de tres mujeres vampiro. Sólo el capitán, sabio y casi ciego, encontrará el modo de salvar a sus hombres. (Este relato forma parte del libro El mar está lleno de sirenas, de Editorial Norma.)


Imagen por Rodrigo Folgueira

El barco navegó rodeando islas verdes grandes y pequeñas.

Atracó en Capiz, una provincia de la Isla de Visaya, en Filipinas.

Recortados contra las playas anchas, los terrenos ondulados y el mar sereno punteado por el sol, descendieron cuatro tripulantes.

Formaban un grupo extraño.

Encabezaba la marcha el capitán de la nave que cada diez pasos se paraba, inspiraba profundamente, giraba la cabeza hacia todos lados, se quedaba escuchando.

Aferrados a su casaca iban tres marineros, ordenados por altura, en perfecta escalera.

Caminaban detrás del capitán, sin levantar la vista del piso, prendidos a su ropa con la desesperación de un náufrago tomado de un salvavidas.

Les sucedía lo mismo en cualquier lugar: los tres marineros se mareaban durante las primeras horas en tierra firme.

El capitán les había sugerido que al desembarcar caminaran balanceándose, como si mantuvieran el equilibrio en la cubierta del barco durante una tempestad.

Pero para ellos, cualquier idea nueva era complicada, y ni siquiera intentaban entenderla.

El anciano guiaba a sus hombres hacia el centro del poblado orientándose por ecos, imágenes borrosas y señales de aromas cambiantes que le acercaba el aire limpio y fresco.

Porque el capitán, sin que su tripulación se hubiera percatado, durante los últimos años había ido perdiendo gradualmente la vista.

Fue su olfato el que le indicó que pasaban cerca de una plantación de caña de azúcar y el que después lo hizo detenerse bruscamente frente a una casa. Del interior emanaban combinaciones de perfumes que lo intrigaron.

Reconoció la fragancia de las orquídeas, los condimentos de una comida preparada con frutos de mar… Pero lo desconcertó un olor dulzón que no pudo definir y que le pareció fuera de lugar.

Mientras el capitán intentaba identificar su origen, uno de los marinos alzó la cabeza para observar el frente de la casa.

Y sin ironía, dijo:

—¡Qué buena vista, capitán!

El anciano se acercó a la residencia. Así pudo ver un pequeño cartel colocado sobre la puerta.

Decía: ALOJAMIENTO-PENSIÓN.

Los hombres entraron y fueron recibidos amablemente por una mujer viuda y sus tres hijas.

Mientras arreglaban las condiciones de la estadía, por las ventanas se filtraba la luz rosada del atardecer. En los ojos de las mujeres se reflejaba con destellos púrpuras y rojos creando un efecto escalofriante. Pero ni el capitán ni los marinos los notaron.

Llegó la noche y durante la cena los hombres probaron la comida más grata de su vida. Tallarines con carne de cerdo y pollo, cazuela de mariscos, atún, langosta, langostinos. Cocinados a punto y acompañados por conversaciones entretenidas y el néctar de la flor de coco dulce.

Los tres marinos nunca habían recibido semejante hospitalidad, y más tarde, cuando subieron a sus habitaciones, el alto dijo:

—¡Qué comida!

El comentario fue recibido con carcajadotas de entendimiento.

—¡Y qué mujeres! —respondió el marino mediano.

Otra vez las risotadas, ahora con guiños.

Se hizo un silencio mientras el marino más bajo rebuscaba en su mente un comentario.

Finalmente exclamó:

—¡Y qué tenedores!

Los otros rieron aprobando.

—En serio —repitió el más bajo—. Los tenedores, ¿no parecían otra cosa?

—¡Tenían la forma de los huesos de una mano humana! —respondió el mediano, aún riendo.

El más alto gritó, también riendo:

—¡Es cierto! ¡Todos los cubiertos estaban hechos con verdaderos huesos de esqueletos!

Las risas de los marineros disminuyeron.

Sus cabellos se erizaron, la piel se les puso pálida. Se miraron aguantando un grito.

El capitán no tenía resistencia para trasnochar. Se había ido a dormir horas antes. Los marinos corrieron a comunicarle su siniestro descubrimiento, pero se equivocaron de cuarto y entraron al dormitorio de una de las tres jóvenes.

Desde el balcón la luna se detuvo sobre sus rostros aterrorizados.

Los marinos acababan de descubrir que la dueña de la habitación no estaba.

Es decir, no estaba en su totalidad. La mitad inferior de su cuerpo reposaba descuidadamente sobre la cama.

A su lado, sentada en un sillón con las piernas cruzadas, se hallaba una de sus hermanas. La otra se encontraba parada frente a una biblioteca.

Pero en realidad, no estaba absolutamente ninguna de las tres.

Sólo se encontraban sus mitades inferiores. Las mitades superiores habían desaparecido.

Los marineros estuvieron tentados de aullar, estuvieron tentados de salir huyendo, estuvieron tentados de llorar como bebés.

En ese terrorífico instante recordaron historias de asuangs, mannananggal, penanggalan, bebarlangs, danag, mandurago

Ésos eran los diferentes nombres con que las nombraban en distintas islas… ¡Pero sin duda las jóvenes eran mujeres vampiros! Por eso sus cuerpos estaban separados.

Seguramente las mitades superiores habían dejado crecer sus alas y volaron en busca de sangre humana para alimentarse.

Los marinos se susurraron órdenes. Se mandaban mutuamente a buscar sal, para esparcirla sobre las extremidades que habían quedado en el cuarto. Alguien les había contado que era una forma de destruir a esta clase de vampiros.

Pero, ¿quién se animaría a bajar a la cocina?

Ninguno se animó.

Aprovecharon que el marino mediano estaba fumando su pipa, y en lugar de sal, espolvorearon cenizas.

Después tuvieron dudas sobre la efectividad de las cenizas y se dedicaron a intercambiar las mitades. Pararon a la que estaba sentada y acostaron a la que permanecía parada. Y continuaron cambiándolas durante un largo rato, porque olvidaban la posición inicial. Esperaban que al aparecer las partes superiores, tardaran un buen rato en encontrar su otra mitad.

Creían ganar tiempo como para huir, y finalmente escaparon de la casa con sensación de culpa. ¡No habían advertido del peligro al capitán!

Pero no recordaban la ubicación de su cuarto y temían que su mala suerte los llevara a la habitación de la viuda.

Horas antes, las partes superiores de las mujeres vampiro habían partido volando, acompañadas de un pequeño búho y otros oscuros pájaros. Aleteando pasaron cerca del cuarto del viejo capitán que, asomado a su ventana, contempló la bandada pensando alegremente:

—¡Qué pájaros tan tiernos! ¡Qué noche llena de bellas sorpresas!

El tik-tik y el wak-wak que hacían las aves durante el vuelo eran tan distinguibles que a veces prevenían a las futuras víctimas. Lamentablemente, los elegidos de esa noche dormían con un sueño profundo.

Cada una de las vampiros se posó sobre el techo de una casa. Habían seleccionado previamente sus alimentos. Una se ubicó sobre la habitación de un niño, otra sobre la de una joven y la tercera, sobre la de una mujer embarazada. De sus bocas abiertas de asuangs salieron kilométricas lenguas tubulares. Con el extremo puntiagudo hicieron una incisión en el tejado por donde introdujeron las lenguas y las deslizaron hacia abajo, hasta los durmientes a los que les agujerearon la piel. Pero esa noche no pudieron realizar su macabra absorción. Un presentimiento de peligro las hizo regresar en desbandada a su casa.

Poco más tarde, el capitán despertaba de un sueño inocente. Llantos y gritos lo guiaron al cuarto de las hermanas. Tocó a la puerta y le abrió la desesperada viuda.

Desde el interior del cuarto, la mala vista del viejo hombre de mar no alcanzó a darse cuenta si tres o seis mujeres lloraban a la vez, se movían, pataleaban.

—¡Por favor lave las cenizas que cubren nuestros cuerpos, capitán! —le rogaron las jóvenes.

—Si no lo hace, ¡no podremos unir nuestras mitades y tendremos una muerte horrible!

—¡Nunca descansaremos en paz!

El capitán comprendió. Además, reconoció el chocante olor que lo había detenido en la puerta de esa casa.

Era olor a sangre fresca.

Las mujeres vampiros seguían con sus quejas. Y amenazaban:

—Si no nos salva, les pediremos a otros vampiros que laman la sombra de sus marineros. ¡Usted sabe que eso los hará morir al instante!

El capitán se sintió conmovido por el dolor de las jóvenes, asustado por la suerte de sus hombres, y a la vez, resignado. En silencio quitó las cenizas de las mitades inferiores de las asuangs usando un paño y agua.

Luego de algunos intentos fallidos, los cuerpos se unieron. Las jóvenes, con gran integridad, le juraron al anciano agradecimiento eterno.

Pero sus almas ardían. Deseaban venganza. Y sin que el anciano pudiera detenerlas, salieron corriendo tras las huellas de los marineros.

No les costó encontrarlos. Era diciembre y Capiz celebraba Sinadya. Los tres marinos se mezclaron con el pueblo que había acudido a la fiesta en honor al patrono de la provincia. Entre la multitud, se habían sentido protegidos y bailaron con los concurrentes, siguiendo el son de exóticos tambores.

¿Qué los paralizó de pronto, en medio del desfile de personas y muñecos, obligando a la procesión a detenerse?

Una representación monumental de una mujer vampiro, cortada en dos mitades y hecha en papier maché. Nunca habían visto algo así y creyeron que era real. El terror los inmovilizó y a su alrededor se arremolinaron personas, y coloreadas y deformes criaturas de papel que figuraban ser peces, brujas, hadas y gigantes.

Nadie hubiera podido mover a los marineros si no hubieran aparecido las jóvenes asuangs que se acercaron a los tontos, y tomándolos suavemente de la mano, los condujeron lejos de la enorme muñeca de papel.

Los tres se dejaron llevar y el gesto de las mujeres, aparentemente tierno, ganó al público, que estalló en un aplauso.

En ese mismo instante, los aparatos de pirotecnia se encendieron y en el cielo se dibujaron estrellas giratorias.

Las asuangs jamás habían sentido el gusto de la aprobación popular. Era agradable. También lo eran los fuegos artificiales, además de ser considerados un signo de buen augurio.

Los deseos de venganza de las mujeres se transformaron en deseos de integrarse con su pueblo.

—¡Si se casan con nosotras, les perdonamos la vida! —propusieron.

Los marinos, parados dócilmente frente a las mujeres vampiros, en perfecta escalera de alturas, no hicieron el menor gesto. Miraban hacia abajo, mareados, como en su primer día en tierra.

—¡Prometemos que nunca los atacaremos y seremos las mejores esposas del mundo! —juraron las asuangs.

¿Qué podían responder? Los marinos dieron el sí, días más tarde, en una horrorosa fiesta privada donde los invitados fueron duendes, espíritus errantes, bestias y fantasmas.
Después de este comienzo miserable, ninguno de los tres tenía alguna esperanza de encontrar felicidad en su futura vida de casados.

Sin embargo, se equivocaron.

Las nuevas parejas fueron aceptadas entre la gente de Capiz, y las mujeres vampiro cumplieron sus promesas. Se portaron como buenas esposas y llevaron lejos sus vuelos nocturnos, para no interferir con su vida de casadas.

El capitán, que ya había visto y dejado ver de todo, siguió con sus viajes. Pero ahora, asociado a los tres marineros. El bajo, el mediano y el alto se dedicaron al turismo. Organizaban excursiones a las cuevas de Capiz mostrando estalactitas y estalagmitas naturales en estancias cavadas en la roca, que son como salones de baile adornados con esculturas de hielo.

Junto al capitán, los marinos, sin sus uniformes navales pero siempre formados en rigurosa escalera de alturas, vendían excursiones. Expediciones de buceo por las islas cercanas, a las zonas de los corales, ballenas, mantas. Expediciones en barco a las zonas de tiburones, y a los asilos naturales donde las tortugas anidan y engendran.

Esas excursiones costaban precios enormes. Les sacaban a los visitantes hasta su última moneda. Muchas veces fueron acusados de chupasangres, pero los tres marineros siempre desconcertaron con su honrada respuesta.

—¡Nosotros no! ¡Nuestras esposas!

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